La fenomenología de la religión distingue entre religiones proféticas y religiones místicas, siendo el cristianismo una de las más emblemáticas del primer grupo y las religiones del lejano oriente las representativas del segundo grupo. En este orden de ideas, se considera que la experiencia de conversión es la que domina en las religiones proféticas, con el cristianismo a la cabeza, y la de iluminación la que domina en las religiones místicas. Pero en realidad, más allá de estos énfasis particulares de ambos grupos, no existe en el cristianismo una disyuntiva entre conversión e iluminación por la que tengamos que elegir a una de las dos, excluyendo a la otra. Más bien, en el cristianismo la conversión tiene la prioridad, pero no demanda la exclusividad, sino que también incluye y requiere la iluminación como experiencia necesaria y complementaria de la conversión. Tal vez fue C. S. Lewis quien expresó de la mejor manera la complementaridad entre conversión e iluminación cuando dijo: “Creo en el cristianismo como creo que ha salido el sol: no solo porque lo veo, sino porque gracias a él veo todo lo demás”. La conversión nos abre, pues, los ojos a una luz y a una iluminación procedente del Espíritu Santo que no poseíamos antes y que difiere, entonces, cualitativamente de las “luces” intelectuales comunes de las que todo ser humano disfruta en virtud de la capacidad de pensar y razonar que Dios nos ha otorgado mediante la actividad iluminadora del Verbo, por lo cual, como quiera que se mire: “Éste es el mensaje que hemos oído de él y que les anunciamos: Dios es luz y en él no hay ninguna oscuridad” (1 Juan 1:5)
Dios es luz
“Conversión e iluminación van siempre juntas, brindándonos una más luminosa visión de la realidad que le otorga nuevo significado”
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