Habiendo ya establecido que, a diferencia del judaísmo, el cristianismo no es una religión nacional sino una religión universal y que Dios no discrimina a ninguno de quienes le temen y honran al margen de su procedencia, nacionalidad o cultura, ni les restringe indefinidamente el acceso a Él, abriendo en Cristo este acceso a todos los que lo deseen, sin parafernalias que lo impidan u obstaculicen como todas las que existían en el Antiguo Testamento para los propios judíos; hay que puntualizar ahora la razón de esta apertura y de la incluyente amplitud que la caracteriza. Esta razón se describe en el cántico en el Apocalipsis, en el que leemos: “Y entonaban este nuevo cántico: «Digno eres de recibir el rollo escrito y de romper sus sellos, porque fuiste sacrificado, y con tu sangre compraste para Dios gente de toda raza, lengua, pueblo y nación. De ellos hiciste un reino; los hiciste sacerdotes al servicio de nuestro Dios, y reinarán sobre la tierra.»” (Apocalipsis 5:9-10). Dios, pues, desde la fundación del mundo, planeó la redención de miembros representativos procedentes de todas las razas, pueblos y naciones del mundo sin excepción y, llegado el momento, la ha venido ejecutando mediante la proclamación del evangelio, como lo reveló Pablo: “parte de Israel se ha puesto terca, pero sólo hasta que se complete el número de los que no son judíos que llegue a Cristo” (Romanos 11:25 PDT), siendo ésta una de las señales del inminente regreso de Cristo para establecer Su reino definitivo: “Y este evangelio del reino se predicará en todo el mundo como testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin” (Mateo 24:14)
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