Si bien es cierto que, para el auténtico creyente: “Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la justicia, a fin de que el siervo de Dios esté enteramente capacitado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17), ésta no es una convicción a la que llegamos después de un proceso metódico y reflexivo de desprejuiciado análisis previo por el que verificamos los contenidos bíblicos susceptibles de verificación, para establecer su veracidad, llegando finalmente con docilidad y sin resistencia a la conclusión citada. Son, pues, pocos los creyentes que han llegado al evangelio y a la convicción de que la Biblia es, en efecto, inspirada por Dios como ella misma afirma serlo, siguiendo este metódico y calculado itinerario. De hecho, los pocos que lo han hecho así, suelen ser personas muy capaces intelectualmente que, al seguir este procedimiento lo más objetivamente científico para someter a prueba los contenidos bíblicos, no cedieron fácilmente y sin luchar a la conclusión arriba citada a la que éste los conducía, pero finalmente, en nombre de la honestidad que los impulsaba a ello y la fuerza de los hechos, tuvieron que hacerlo así, convirtiéndose por lo regular en destacados apologistas o defensores del cristianismo. Y es que la conversión será siempre, en mayor o menor grado, una experiencia de crisis en la que Dios nos sale al paso en la persona de Cristo, trayendo en el acto a nuestras almas iluminadas e incuestionables certezas sobre Su realidad y sobre nuestra condición, entre las que se encuentra la convicción de que la Biblia es la Palabra de Dios
Conversión e iluminación
“Únicamente la conversión puede traer la iluminación y convicción del Espíritu de que la Biblia es en verdad lo que dice ser”
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