La idolatría de nuestros tiempos
Patrick Henry, patriota de la revolución de los Estados Unidos es especialmente recordado por su famoso discurso que lleva como título Dadme la libertad o dadme la muerte, reclamo que ya no caracteriza a la sociedad actual que prefiere más bien clamar masivamente a los cuatro vientos diciendo ¡Dadme la autoestima o dadme la muerte! En efecto, hoy cobra toda su vigencia lo dicho de forma concluyente por Martin Lloyd Jones: “Todos los problemas de la vida se reducen en último término al interés en el yo”. Ahora bien, el interés en el yo es parte de nuestra condición humana, como personas que somos y que ostentamos, por lo mismo, una individualidad a la que no podemos renunciar. Pero dependiendo de cómo lo enfoquemos, este interés puede ser algo legítimo y constructivo, constituyéndose en uno de los factores que más dignifica la vida humana y honra a Dios como corresponde; o lo más censurable y destructivo, degradando pecaminosamente nuestra condición humana a los más bajos niveles de indignidad de una manera que resulta, además, ofensiva para con Dios.
El problema es que el interés en el yo que predomina en nuestros días es del último tipo y no del primero. Con el agravante de que quiere hacerse pasar por el primero. Dicho de otro modo, bajo el pretexto de estar alimentando la autoestima, lo que hoy muchos están cultivando en sus vidas es el pecaminoso orgullo. Ya lo dijo Malcolm Forbes: “Muchísimas personas sobrestiman lo que no son y subestiman lo que son”. Es decir, que muchos de quienes creen tener una saludable autoestima, en realidad son patológicamente orgullosos y egocéntricos, mientras que muchos de quienes creen tener una baja y degradante autoestima, en realidad están siendo personas humildes dignas por ello de un merecido reconocimiento.
Por eso hay que poner las cosas en orden. Y para ello hay que comenzar por reconocer que el sentido que tenemos de nuestro valor como personas puede afectar negativa o positivamente nuestro desempeño en la vida y nuestras relaciones con los demás. La correcta autoestima es, entonces, necesaria y hay que cultivarla y promoverla en todos los seres humanos. Pero no podemos confundirla con el orgullo, que es justamente su peor distorsión. Porque tanto el orgullo como la baja autoestima son formas equivocadas y distorsionadas de concebir nuestro sentido de valor personal. Los orgullosos sobrestiman lo que no son, mientras que quienes padecen de baja autoestima subestiman lo que si son.
La persona madura y equilibrada que Dios aprueba se caracteriza porque es humilde, sin que ello implique tener baja autoestima y por poseer también un sano sentido de amor propio, sin que eso signifique ser orgulloso. Lamentablemente, no es eso lo que hoy se promueve dentro de las cada vez más numerosas terapias psicológicas de todo pelambre, diseñadas presuntamente para restaurar la lastimada autoestima y el sentido de valor propio de las personas sin restricciones ni cortapisas de ningún tipo, desde la misma crianza de los hijos, prohibiendo que se les discipline o se les niegue algo, ya que esto podría generarles un “trauma” que afectaría negativamente el desarrollo posterior de su autoestima como adultos.
Como resultado, las bienintencionadas pero muy confundidas familias de la secularizada sociedad posmoderna están incubando en su seno pequeños “monstruos” pagados de sí mismos, que se creen los dueños del mundo y el centro del universo, ocupados casi exclusivamente en satisfacer sus propias necesidades a como dé lugar e ignorantes por completo de las de sus semejantes. Pequeños “dioses” cuya suerte es terminar más temprano que tarde estrellándose contra el mundo, arrastrando a veces a muchos de quienes los rodean en su inevitable caída. De este modo, el egocentrismo de muchos de quienes han hecho de la autoestima el sumum bonum[1] de la vida moderna ha dado lugar a una nueva forma de idolatría: la egolatría del yo.
No por nada algunos afirman que “mío” no es un pronombre posesivo sino un pronombre ofensivo, al servicio del yo. C. S. Lewis sostenía incluso que el uso de este pronombre, puede llegar a ser una sutil pero muy eficaz estrategia fomentada por los demonios para llegar a poner al servicio de nuestro yo a Dios mismo, colocando en boca del veterano demonio Escrutopo las siguientes “instructivas” palabras dirigidas a un demonio novato en su obra Cartas del diablo a su sobrino: “Los humanos siempre están reclamando propiedades que resultan igualmente ridículas en el Cielo y en el Infierno, y debemos conseguir que lo sigan haciendo… Damos lugar a este sentimiento de propiedad no sólo por medio del orgullo, sino también por medio de la confusión. Les enseñamos a no notar los diferentes sentidos del pronombre posesivo. Las diferencias minuciosamente graduadas que van desde «mis botas»… hasta «mi Dios». Se les puede enseñar a reducir todos estos sentidos al… «mi» de propiedad”. Así, pues, muchos de los que dicen “mi Dios” se están refiriendo al Dios de su propiedad que está, por lo tanto, a su servicio y no el Dios a quien pertenecemos y servimos, como se estila dentro del auténtico cristianismo.
Los cristianos debemos estar entonces en condiciones de distinguir entre el censurable orgullo y el recomendable amor propio, o entre la perniciosa baja autoestima y la humildad siempre digna de elogio, combatiendo a los primeros y promoviendo los últimos. Labor no del todo sencilla pues, como lo indicara en su momento el teólogo R. C. Sproul: “Existe una línea estrecha entre la maldad y la nobleza. Los siete pecados capitales no son sino siete aspiraciones creadas que se han pervertido. Son siete virtudes benditas que han llegado a ser siete distorsiones mortales. La autoestima se corrompe y se convierte en orgullo…”. La tentación de disfrazar nuestro orgullo de autoestima está, pues, a la orden del día. Pero hay ciertas claves o señales que nos pueden ayudar a no ceder a ella. Por una parte, el orgullo promueve la vanidad, mientras que la autoestima no lo hace, de donde la presencia de una vanidad creciente en la vida de una persona es síntoma de que está siendo víctima del orgullo y no propiamente cultivando un correcto sentido de amor propio. Asimismo, la baja autoestima suele ir acompañada de amargura y de una actitud servil hacia los demás, mientras que la humildad es alegre y servicial.
Con todo, el orgullo que se hace pasar por autoestima es un ídolo condenado a derrumbarse estruendosamente. Y cuanto antes se derrumbe, mejor. Porque éste puede ser el momento ideal para adquirir un auténtico sentido de amor propio debidamente condimentado por la humildad. Por eso, a pesar de lo dolorosos que puedan llegar a ser, los fracasos en la vida cumplen un buen papel en quienes están bien dispuestos. Y de un modo u otro, todos tenemos tarde o temprano que tomar este amargo trago en la vida. Pero lo que hace más frustrante, prolongada y dolorosa esta situación es la renuencia a reconocer nuestro fracaso, la negativa a admitir y confesar nuestro pecado, el orgullo que nos impide aceptar nuestra falta. No le faltó razón a La Rochefoucauld cuando dijo que “La naturaleza ha inventado el orgullo, para evitarnos el dolor de ver nuestras imperfecciones”. Ahora bien, persistir en esta actitud sólo dilata innecesariamente nuestra postración, pues el orgullo no sólo es la causa de muchos de nuestros problemas, sino también el agravante de todos ellos, como alguien lo dijera al referirse a aquellos que son producto de nuestras reacciones airadas: “El mal genio es lo que más nos mete en problemas. El orgullo es lo que nos mantiene allí”.
La toma de conciencia de nuestros pecados y de los fracasos conectados a ellos puede ser un duro golpe para nuestra autoestima, pero es al mismo tiempo el primer paso para superar esos fracasos. Al fin y al cabo, al decir de Cathy Reed: “Los fracasos son los ensayos del éxito”, o como lo diría el escritor cristiano Watchman Nee: “El fracaso significa que Dios tiene una idea mejor”. El carácter humano verdaderamente maduro, es aquel que puede asumir los fracasos e incluso aprender de ellos para no volver a repetirlos, pues el costo que tenemos que pagar cuando pecamos y fracasamos, puede verse compensado en buena medida por medio de las lecciones aprendidas en el proceso, ayudándonos a adquirir un auténtico y humilde sentido de amor propio. Bien dijo Rabindranath Tagore que “El bien puede soportar derrotas; el mal, en cambio, no”.
Como respaldo a lo anterior, la Biblia declara que “quien encubre su pecado jamás prospera”, pero que, en contraste, “quien lo confiesa y lo deja, halla perdón” (Proverbios 28:13), entre otras cosas porque: “El Señor afirma los pasos del hombre cuando le agrada su modo de vivir; podrá tropezar, pero no caerá, porque el Señor lo sostiene de la mano” (Salmo 37:23-24). Vale la pena, entonces, recordar que en el cristianismo el amor propio[2], siendo necesario, debe estar siempre al servicio del amor a Dios y al prójimo, en ese orden: “─’Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente’ ─le respondió Jesús─. Éste es el primero y el más importante de los mandamientos. El segundo se parece a éste: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo.’” (Mateo 22:37-39). El orgullo es, en últimas, un engaño, pues los criterios a la luz de los cuales hemos de evaluarnos no son los engañosos criterios humanos, sino la auténtica norma divina designada en la Biblia como nuestra medida de fe: “Por la gracia que se me ha dado, les digo a todos ustedes: Nadie tenga un concepto de sí más alto que el que debe tener, sino más bien piense de sí mismo con moderación, según la medida de fe que Dios le haya dado” (Romanos 12:3).
Y es que al tener en cuenta la norma divina, adquirimos conciencia de que nunca podremos pretender haberla logrado de manera cabal y llegaremos a ser humildes y serviciales recordando que, de cualquier modo, nuestro sentido de valor propio procede del hecho de que Dios nos considera tan especiales y valiosos, que no escatimó ni rehusó entregar a su propio Hijo para rescatarnos y que Él a su vez estimó que el precio a pagar por nosotros no podía ser menos que el de su propia sangre. Así, la tan preciada autoestima perseguida por todos debe estar humildemente fundada en las palabras de Aquel que se sigue dirigiendo a cada uno de nosotros con estas palabras: “… Porque te amo y eres ante mis ojos precioso y digno de honra” (Isaías 43:4). Toda autoestima que no se apoye en ello es, en el mejor de los casos, un sofisma; porque en el peor no es más que corruptor orgullo disfrazado de amor propio.
[1]Expresión latina que se traduce como el sumo bien o el bien supremo.
[2]En este artículo se ha preferido el término “amor propio” a “autoestima”, por el uso indebido que la psicología moderna y las diferentes variantes populares del movimiento de autoayuda -infiltrado también de manera peligrosa en el cristianismo- ha venido haciendo de esta última expresión,
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