Dios es justo y, como tal, lo único que nos debe es justicia; de modo que, al margen de lo que nosotros queramos, Él siempre, en el peor de los casos, otorgará justicia a todos los hombres porque su propio carácter así lo exige. La mala noticia es que, en justicia, lo que todos merecemos es la condenación. Por tanto, cualquier beneficio real al que aspiremos por parte de Dios es algo a lo que Él no está obligado, puesto que: “¿Y quién tiene alguna cuenta que cobrarme? ¡Mío es todo cuanto hay bajo los cielos!… «¿Quién le ha dado primero a Dios, para que luego Dios le pague?»” (Job 41:11; Romanos 11:35). Así, pues, todo lo bueno que recibamos de Dios es por pura gracia, desde el hecho de que Dios no nos ejecute en el acto por causa de nuestros múltiples pecados concediéndonos así gratuita misericordia –expresión ya redundante−, hasta los múltiples beneficios de los que disfrutamos a diario, que damos con frecuencia por sentados como si nos los mereciéramos y fueran nuestro derecho. Beneficios que deberían generar en nosotros una respuesta espontánea de gratitud y alabanza, como la de Agustín de Hipona al dirigirse a Dios con estas agradecidas palabras: “Te dignas con tus promesas hacerte deudor de aquellos a quienes perdonas todas sus deudas”. En efecto, si en algún sentido real Dios nos debiera algo, sería en virtud de sus gratuitas promesas, algo que deberían tener en cuenta quienes promueven la actitud de apelar a Dios para reclamar o exigir su cumplimiento, pues, aunque Él las garantice, su cumplimiento siempre debe pedirse mediante humilde súplica y no mediante exigencia
Acreedores y deudores
“Cualquier reclamo del hombre contra Dios es absolutamente improcedente y atrevido pues Dios no le debe nada a nadie”
San Agustín es para mí el primer apologista. En ese siglo III D.C, fue nacido para luchar contra los que defendían que Jesús fue creado y no engendrado. Que valor de este héroe.